viernes, 25 de febrero de 2011

El abuelo

Sale siempre todas las tardes a eso de las 13:35 horas. Viste un traje gris bastante desgastado, un sombrero negro estilo fedora -el cual pareciera lleva con él casi toda su vida- y un bastón de madera en el que apoya su escuálida existencia.

A paso lento se dirige hacia el mismo parque y se sienta en la misma banca que da frente al estanque de peces koi, y desde ahí, en silencio, ve pasar la vida. Lleva ya varios años descansando en aquella dura banca a la que cada vez le cuesta más trabajo llegar, y eso que vive justo al otro lado de la calle.

Si alguien pasa cerca, levanta su sombrero en gesto de educación, pero pocos responden su saludo. Entonces enfurecido dice: "¡Ah, malaya los tiempos los de Ubico! No cabe duda que la educación se perdió cuando el hombre dejó de usar sombrero". Las personas lo miran raro, mas él no se inmuta, sigue con la vista perdida en la nada, quizá evocando algún pasaje de sus años mozos. Le gusta la paz que respira bajo el arrullo del pino, y la tierna caricia del sol en su rostro.

Más tarde empieza a poblarse el parque y sus alrededores. Llegan los niños con el alboroto de sus juegos y gritos, mamás con sus bebés en carruajes, adolescentes en patinetas, ciclistas, deportistas, heladeros, lustradores de calzado, voceadores del periódico y una que otra pareja de enamorados. Aquel lugar se llena de un incesante bullicio.

Al paso del tiempo, el ocaso raya el horizonte y la luz se va desvaneciendo en la tarde. Las sombras surgen bajo las raíces de los árboles y pronto hasta las rocas enmudecen. Uno a uno se alejan todos de aquel parque. Es entonces cuando llega el vehículo con ruedas de metal manejado por una mujer de blancas vestiduras a trasladar al abuelo a ese sitio al que él llama “la fosa de la indiferencia”.


© Lissette Flores López. Derechos Reservados.

viernes, 14 de enero de 2011

Un regalo del corazón

 
Existe en los alrededores de la laguna de un volcán, una pequeña comunidad habitada en su mayoría por hadas. Pequeños seres alados -cual luciérnagas- que protegen ese hermoso recurso natural.

Se dice que en noches de luna llena danzan un ritual de amor hasta el amanecer, y que el espectáculo de luces sobre las aguas esmeralda de la laguna es impresionante. Cuentan también, que el batir de sus pequeñas alas origina una melodía muy apacible, de dulce tonada, capaz de adormitar a las mismas estrellas del firmamento.

Resulta pues, que una de las hadas no participaba en aquel baile. Era un tanto orgullosa y rechazaba a toda hada macho que la cortejaba. Pero pese a su actitud altiva, la pequeña hada deseaba un compañero, pues ver a sus semejantes enamorados la hacía sentir muy sola.

Un día, sus amigas decidieron ayudarla y el hadita estuvo de acuerdo. Claro, que siendo orgullosa como era, marcó ella misma las reglas de juego. Decidió que todo aquel que quisiera conquistarla debería obsequiarle el regalo más maravilloso nunca antes visto en el mundo de las hadas. Tendría que ser ¡magnífico! así el hada macho demostraría con ello la sinceridad de su amor.

Llegó el día en que los pretendientes llevaron los regalos al hada para optar un lugar en su corazón. Habría que ver las maravillas de obsequios que desfilaban ante ella: esferas de cristal con polvo de luna azul en su interior, tiaras con cristales preciosos, sedas de oro, perfumes con aroma a jardines macerados… y tantos otros más, todos de gran belleza.

Pero en medio de tanto esplendor, apareció una piedra, tosca, gris y sin brillo, estaba envuelta en un pedazo de papel en el que se podía leer: “Hadita mía, esta piedra representa el más valioso regalo que puedo entregarte. Incluye lo más sincero que hay en mí y, aunque aún no es tuyo, sé que cuando lo descubras te llenará de ternura como ningún otro podrá jamás.” La pequeña hada quedó sorprendida y atrapada por aquellas palabras. Sin quererlo se enamoró de su misterioso extraño.

Siempre llevaba consigo la piedra con la esperanza de encontrar a su amado.
Durante meses le buscó sin tener éxito alguno.

Una noche, desanimada y con lágrimas rodando por sus mejillas, lanzó la piedra al fuego junto con su ilusión. Veía fijamente como aquel objeto sin brillo era abrazado por las llamas. Con asombro notó que la piedra se desmoronaba cual arena, y de aquello burdo surgía una exquisita figura de oro.

En ese momento, de entre la maleza apareció aquel que tanto la había impresionado con su singular presente y sus palabras.

Tomándola entre sus brazos le dijo:
- El regalo más valioso y sincero que puedo darte está en mi corazón, y ahora te pertenece.

El hada comprendió que lo material es falso y vacío, que no significa nada ante el verdadero amor. Que lo que realmente importa es lo bueno y puro que hay en el interior de cada ser.


© Lissette Flores López. Derechos Reservados.