sábado, 20 de noviembre de 2010

Lita, la milpita

Allá por el altiplano occidental de Guatemala, vivían en una casita de lepa y tejas de barro, Timo y su familia. Todos los días, antes de que el sol amaneciera sobre las parcelas de Timo, éste ya estaba abonando sus siembras y haciendo nuevos surcos con la ayuda de su arado, el cual es tirado por un viejo pero manso buey. Va dejando tres semillitas de maíz en cada agujero que hiende en el suelo. Atrás de Timo va Memo, su hijo, quien utiliza su pie a modo de pala para cubrir con tierra las semillas de maíz. Memo trabaja con su padre por las mañanas y en las tardes asiste a la escuela primaria.

Mientras, en la humilde vivienda, María, la esposa de Timo, junta leña para hacer el fuego y poder cocinar el desayuno. Lupita de ocho años de edad es toda una mujercita, hacendosa y obediente. Ella ayuda a su madre con las labores de la casa. Se levanta muy temprano para recoger los huevos del gallinero y alimentar a los animalitos. Pone la mesa y muy animada sale a buscar a su padre y hermano para que vayan a comer todos juntos. Después de los oficios del hogar y el campo, los niños terminan sus tareas escolares y tienen tiempo suficiente para jugar entre los sembrados.

Cada día emocionados contemplan cómo crecen las matitas, y tanto ellos como sus padres tienen todas las esperanzas puestas en esa cosecha. Meses después están las milpas muy altas, casi listas para ser cosechadas. Entre las plantas murmuran su descontento por estar sembradas y de pie tanto tiempo sólo para luego ser devoradas por las personas. Lita, una de las milpitas, es la más optimista y anima a sus hermanas a crecer lo más que puedan. Les hace ver que son importantes en la existencia de esas personas y de la vida misma y que no hay nada más emocionante que cumplir a cabalidad con la misión que tienen destinada.

Lamentablemente ese año el invierno se adelantó y pronto se sintieron los fuertes vientos del norte. Lita pedía a sus hermanas aferrar sus raíces a la tierra para que los vientos no las doblegasen. Sucedió entonces que las lluvias empezaron a caer prematuramente copando los ríos y lagunas de la comunidad. Rápido las aguas se salieron de su cauce arrasando cuanto sembradío encontraran a su paso. Lita veía como una a una las otras milpas se desprendían del suelo y se iban flotando sobre el río. Recordaba las sonrisas de los niños cuando jugaban a su alrededor, la alegría con que éstos esperaban la gran cosecha. Todo esto hizo que Lita tuviera la suficiente fuerza para no dejarse arrastrar por el agua. Timo hizo lo posible por proteger sus plantaciones, sin embargo fue en vano.

Luego de tres días de lluvia el sol al fin asomó tras las montañas. Con una pena abismal en el corazón se dieron cuenta de la gravedad de su situación al recorrer en silencio aquel devastado lugar que ahora sólo era lodo y charcos de agua sucia.

Cuál sería su sorpresa que al llegar al maizal vieron una milpa casi inclinada sobre el lodazal. Era Lita, quien fatigada por su esfuerzo de sobrevivir, resguardaba con sus hojas todas las mazorcas asidas a su tallo. Todos corrieron y vieron que se había salvado, que había permanecido con sus raíces fijas en lo profundo de la tierra, y supieron entonces, que no todo estaba perdido.

Los granos de Lita sirvieron para reconstruir el maizal, y fue tan grande la abundancia de su fruto que la cosecha duró hasta el año siguiente.

© Lissette Flores López. Derechos Reservados.
Ilustración de Paula Mazariegos.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Inocencia




















En la foto: Alis, Alejandrita y Andrés
A mis sobrinos, con amor.


En ti se recrea la vida y se viste de sencillez el alma.

Esparces sonrisas al paso dibujado en la mente latidos de muñecas de trapo que pestañean fantasías azules, o el relinchar de caballitos de madera que galopan por las vastas cordilleras de la imaginación.

Estampas de arcoíris la primavera, y salpicas las noches con cantos de grillos, temores vanos, pucheros, y oraciones a medias.

Vas plantando sueños en jardines blancos donde florecen alegres hierberas que juegan rondas con los árboles y tortolitas, y entre vientos arremolinados de ilusiones, rayas la inmortalidad del cielo con avioncitos de papel.

Corres descalza por verdes sendas, tejiendo coronas de azahares y adornando con estrellas, diademas y barquitos de colores.

Cobijas a la voz cándida que todo espera, al llanto embustero que todo consigue, a la mirada ensoñadora que eleva al espíritu en una cometa de nacarado tisú.

Qué diera porque no te fueras de prisa, porque no llegara el otoño y sus fuertes aires, para que sólo supieras de mariposas y hadas, de intrépidas hazañas y raspones infectados, de pies descalzos colgando en barandas y rostros enmelados, de cuentos con melodías de orquesta y finales felices, de crayones partidos a la mitad y dibujos surrealistas. Qué diera porque no se apague nunca el brillo en tus ojos, por sentir siempre tu beso sincero y el calor de tus palabras al pronunciar un te quiero.

Por lo pronto, me adueño de tu presencia, Inocencia, y disfruto de esas pequeñas cosas que se toman un día en crearse, y toda la vida en desaparecer.


© Lissette Flores López. Derechos Reservados.