viernes, 14 de mayo de 2010

Memorias

Amar las pequeñas grandes cosas de la vida

Mi Padre

Desde niños mi padre se ocupó en inyectarnos el amor y respeto por la Vida, la Naturaleza, el Universo -entre otras cosas- y a creer en un Ser Supremo como energía pura que nos acompaña cada día. Nos enseñó a no ver a nadie por debajo del hombro. A compartir la mesa con alegría y por qué no, el techo, sin hacer distinción sobre las personas. A valorar la familia, el trabajo y a los pocos, pero buenos amigos.

Aplicaba en casa educación militar. Cuando él hablaba nos “cuadrábamos” en línea para recibir la instrucción y ¡ay! de nosotros si no cumplíamos con su mandato. Recuerdo que una mirada suya bastaba para que nos comportáramos debidamente en público. Cada noche revisaba las tareas del colegio, si algo no le parecía nos hacía repetir el trabajo. Antes de dormir, nuevamente formados ante él, pasaba revisión de dientes y uñas, luego nos bendecía con una cruz en la frente y un beso. Era lo que más me gustaba del día, su beso. Supo poner en balanza sus métodos de formación y esto hizo que lo viéramos -y veamos- como nuestro ícono a seguir.

Teníamos horario para todo y claro, para divertirnos también ¡ah! cuántos juegos inventamos con mis hermanos. Mi padre nos hacía barriletes con baritas de bambú, papel de china de colores y una larga cola de manta. Guardo su bella imagen corriendo por la loma con una enorme sonrisa elevando el barrilete.

Los domingos después de almuerzo siempre nos narraba anécdotas de su juventud. Tremendo diablillo que les sacaba canas verdes a mis abuelitos, pero tan noble como un mismísimo querubín. Siempre ha sido así, su corazón es admirable. Incluso hoy en día escuchamos sus historias ya conocidas por nosotros, nuevas y emocionantes para sus nietos, quienes están atentos a sus muecas y ademanes, porque para narrar, mi padre es todo un teatro.

Con su tono marcial nos llamaba a la terraza, subíamos despepitados preguntándonos entre sí ¿qué habríamos hecho? Ya sabíamos cómo pararnos ante él, nos veía muy serio y decía: “si los animales dan gracias a Dios por el día que está acabando (haciendo referencia al bullicio de las aves al atardecer), por qué nosotros no haríamos lo mismo” y orábamos juntos. Durante muchos años contemplamos el ocaso, la noche, las estrellas, alboradas, eclipses, cometas, etc. hasta que ya adolescentes y luego adultos, cada quien lo hacía a su modo.

Hay tardes que subo a la terraza y me agrada encontrármelo entre las plantas, sentado en su banco de madera viendo al sol ocultarse tras el Volcán de Agua. Me gusta contemplar su cabecita blanca, escucharle hablar con Dios o las flores y sorprenderlo con un abrazo. Aquel señor súper estricto, con los años se hizo cada vez más dulce y su ternura pareciese infinita. Tengo sus palabras en el corazón “mirá mija, sos afortunada de estar rodeada de esta maravillosa creación”. Sus ojitos se le llenan de lágrimas y sé que con cada puesta de sol ofrenda hermosos pensamientos al cielo.

Ha estrechado la mano de altos funcionarios y no se ufana de ello. Le han condecorado en varias ocasiones y nunca me permitió hacerle un medallero, tiene sus insignias guardas en un cofrecito de cedro que él mismo fabricó y labró. Recién recibió un reconocimiento por su trayectoria artística al cual asistieron antiguos amigos y compañeros suyos, familiares y mis hermanos con sus hijos. Al terminar el acto lo llevamos a cenar para festejar. Todos lo felicitaban y le preguntaban cómo se sentía, y él respondió: “estoy muy feliz, porque esta noche, después de tanto tiempo, ceno con la gente que amo”... Qué reconocimiento ni que ocho cuartos, siempre ha sido así, valorar las pequeñas grandes cosas de la vida.

Somos su presea más valiosa, y él, la nuestra.

© Lissette Flores López. Derechos Reservados.