Sale siempre todas las tardes a eso de las 13:35 horas. Viste un traje gris bastante desgastado, un sombrero negro estilo fedora -el cual pareciera lleva con él casi toda su vida- y un bastón de madera en el que apoya su escuálida existencia.
A paso lento se dirige hacia el mismo parque y se sienta en la misma banca que da frente al estanque de peces koi, y desde ahí, en silencio, ve pasar la vida. Lleva ya varios años descansando en aquella dura banca a la que cada vez le cuesta más trabajo llegar, y eso que vive justo al otro lado de la calle.
Si alguien pasa cerca, levanta su sombrero en gesto de educación, pero pocos responden su saludo. Entonces enfurecido dice: "¡Ah, malaya los tiempos los de Ubico! No cabe duda que la educación se perdió cuando el hombre dejó de usar sombrero". Las personas lo miran raro, mas él no se inmuta, sigue con la vista perdida en la nada, quizá evocando algún pasaje de sus años mozos. Le gusta la paz que respira bajo el arrullo del pino, y la tierna caricia del sol en su rostro.
Más tarde empieza a poblarse el parque y sus alrededores. Llegan los niños con el alboroto de sus juegos y gritos, mamás con sus bebés en carruajes, adolescentes en patinetas, ciclistas, deportistas, heladeros, lustradores de calzado, voceadores del periódico y una que otra pareja de enamorados. Aquel lugar se llena de un incesante bullicio.
Al paso del tiempo, el ocaso raya el horizonte y la luz se va desvaneciendo en la tarde. Las sombras surgen bajo las raíces de los árboles y pronto hasta las rocas enmudecen. Uno a uno se alejan todos de aquel parque. Es entonces cuando llega el vehículo con ruedas de metal manejado por una mujer de blancas vestiduras a trasladar al abuelo a ese sitio al que él llama “la fosa de la indiferencia”.
© Lissette Flores López. Derechos Reservados.